MI VECINO TOTORO

'Mi vecino totoro': donde vive la magia
Para todo aquel que conozca al maestro Hayao Miyazaki'Mi vecino Totoro' no necesita introducción; entre otras cosas, porque el personaje del título –un espíritu del bosque que parece un conejo rechoncho y sin cuello– es el símbolo de Studio Ghibli, la compañía de animación que fundó el nipón, y que en su país es tan reconocible como el mismísimo Mickey Mouse.
Miyazaki concibió su cuarta película como una forma de conectar espiritualmente con su tierra natal; en ella ofrece es una visión idealizada de Japón, un lugar de estanques con nenúfares, parajes frondosos y tierras fértiles. También es una oda a la inocencia, los lazos fraternos, el amor de padre y las amistades increíbles. Y también, por último, en el contexto de la filmografía de Miyazaki es una rareza. 
En efecto, comparada con las impresionantes secuencias de acción y los elaborados paisajes de fantasía de las películas que había hecho antes y de otras que hizo después, como 'La princesa Mononoke' (1997) y 'El viaje de Chihiro' (2001), 'Mi vecino Totoro' parece una obra leve a primera vista. Su premisa argumental, acerca de dos niñas que se mudan a un pequeño pueblo con su padre mientras su madre se recupera de una grave enfermedad, no llega a ser más que premisa, y en el relato no hay villanos, peleas, grandes misterios ni lecciones vitales que aprender. Pese a ello, quizá sea la película más memorable de Miyazaki. Uno descubre mil cosas nuevas en ella cada vez que la ve.

La belleza de un bosque

Es difícil identificar exactamente qué es lo que la hace tan especial. Tal vez sea el hecho de que, mientras examina cómo una crisis familiar afecta a los niños, evita hacer aspavientos dramáticos y deja en todo momento que los niños sean niños y que, la primera vez que se topan con Totoro, las pequeñas protagonistas del filme se acomoden sobre su panza y se echen una siesta. O quizá sea la magia que derrocha cada fotograma, la magia que poseen sus criaturas –el 'gatobús', las 'susuwatari', el minúsculo Ko Totoro–, pero también la que se siente, especialmente si se es un crío, al experimentar por primera vez la belleza de un bosque.

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